SIN ÁNIMO DE OFENDER, PERO SI DE PUNTUALIZAR
El diario El Tiempo de fecha viernes 10 de abril de
1936, en su número 8.993, publicó un extraordinario, dedicado a las fiestas de
abril. Que entre otras cosas publicadas en una de sus páginas, firmada por
Alberto Sevilla, ofrecía este escrito, censurando a los falsos poetas en cuando
a la redacción del Panocho, lo cual
se ajusta a la actualidad después de más
de setenta y cinco años. Hoy el leer y escuchar algunos Bandos, causa peña el
mal uso del habla de la huerta de la Huerta o el Panocho.
TEMA
MURCIANO
EL LENGUAJE DE LA HUERTA
En
cierta ocasión, al referirme a un libro de cuentos de autor murciano, dije que
el habla vulgar, conocida con el nombre de panocho, traspasaba en nuestro tiempo
los linderos de lo conveniente y ridiculizaba, más que enaltecía, el léxico
huertano. Tal afirmación, escrita a la ligera, que es como suelo redactar
muchos de los artículos que doy a las cajas, causó mal efecto en el ánimo de un
buen amigo mío que ha dedicado su inspiración, con preferencia, a los temas locales.
Aquella disconformidad de juicio me hizo pensar en la conveniencia de tratar con
extensión el mismo tema, relacionado con otros trabajos que salieron a pública luz
hace mucho tiempo: cuando Mis quehaceres no eran tan abrumadores y el fardo de
las amarguras era menos pesado. Pero, un día por otro, y un mes por otro mes, fue
corriendo el tiempo, sin que las ocupaciones perentorias me dejaran un rato
disponible para realizar aquel propósito y solazarme por medio de la pluma.
Hoy, con motivo de una vacación forzosa, y aliviado de condolimientos físicos,
voy a emprender la tarea de tratar acerca del lenguaje panocho.
En la
huerta de Murcia se emplearon siempre palabras que no se registraron en los
Diccionarios oficiales, y, en mayor número, otras pronunciadas defectuosamente.
Partidario el huertano de la contracción, hubo de suprimir sílabas y de alterar
los participios, de igual modo que se alteraron en distintas regiones españolas,
aumentando sus giros peculiares. El idioma suele modificarse con arreglo a la
Geografía; y es una verdad para mí axiomática, que en el hombre influyen
poderosamente, tanto en su forma verbal como en sus ideas y sentimientos, el
medio en que vive la luz, el paisaje, la temperatura… El huertano de Murcia
sustituye las consonantes a su capricho; trastrueca las sílabas para hacer más
fuerte o más suave la palabra; y cuando la mimosidad del vocablo lo requiere, no
se conforma con el diminutivo importado de Aragón por los pobladores que
arribaron con don Jaime hace siete siglos, y crea otro más acentuado, más
original, recargándolo con un sufijo extraordinario: chirriqutíquio, por
ejemplo.
En
el lenguaje huertanro abundan las voces castizas que cayeron en desuso y que no
son peculiares de la región murciana, sino de toda la Nación: lo mismo de
Castilla que de Extremadura. Vocablos tan enérgicos y tan rudos como Juerza,
juera y sernos, no son exclusivos de nuestra tierra, sino de aso
frecuente de distintas provincias.
Podemos
afirmar qua en la literatura murciana no hicieron su aparición los vocablos
panochos hasta mediar el siglo XIX. En las colecciones de periódicos repasados
por mí hasta esa época, no denotan los articulistas del siglo XVIII y principios
del siguiente, el influjo del léxico
vulgar. Me refiero a los idiotismos, a las contracciones violentas, que no al uso de voces características de
lugares, de plantas, de frutos y de utensilios propios del trabajo, empleadas
debidamente.
Cuando
me propuse acopiar los materiales necesarios para la publicación de tres tomos
que comprendieran el Vocabulario, el Cancionero y el Refranero murciano, hube
de leer las obras publicadas por los escritores nacidos en mi tierra desde el
siglo XV hasta el presente. No significa tal aseveración que, todos los libros
dados a la estampa, fueran leídos por mí, sino gran parte de ellos, y con especialidad los de
autores más reputados, incluso las Ordenanzas del Campo y de la Huerta.
Descontada tenía la pobreza de giros vulgares en los escritores afamados, y por
ello extendí mis indagaciones o pesquisas a otro sector menos docto, y, por lo
tanto, más cercano a lo vulgar, que para el indagador era lo interesante.
Salvo algunas voces, donde puedo decir que hallé las primeras páginas impresas
en lenguaje huertano, fue en un libro de Ortega, cura de la parroquia de San
Miguel, de esta ciudad, titulado El Pastor de Marisparza. Figuraba tal
libro entre los que conservaba mi padre. Por cierto que, el autor de mis días, criado
entre huertanos, y muy conocedor de habla vulgar, solía decirme que era exagerado el lenguaje
del Pastor.
El
cargo que desempeñaba mi padre le imponía el trato continuo con la gente
huertana. Puedo afirmar que asido de su mano, anduve por los caminos y senderos de la huerta, y en mi
niñez a los más viejos pobladores del Valle. No me atengo, pues, a la lectura,
sino a lo que escuché de boca de los ancianos, hace medio siglo: cuando
Martínez Tornel y Díaz Cassou estaban en la plenitud de su popularidad y de su
talento.
No
fue murciano el primer escritor que, en el siglo XVIII, trató acerca de nuestro
lenguaje, en lo que se relaciona con la crianza del Gusano de la seda, como tampoco
lo fue don Javier Fuentes, quien trabajó en Murcia con una constancia benedictina,
en pro de la Historia, de la Arqueología, de la Literatura y de las Bellas
Artes. El primero de ambos publicistas gozó fama de matemático e intervino en
cuestiones importantes que afectaron a la Huerta. Don Antonio de Elgueta y
Vigil, de quien he podido admirar planos muy hermosos, registró en una de sus
obras más de un centenar de palabras murcianas; y un siglo después, don Javier
Fuentes aumentó el caudal, incluyendo vocablos que son originarios de otras
regiones.
Las
voces vernáculas podemos repetir que hacen su aparición en la prensa y en el
libro, después de mediado el siglo XIX, y adquieren la plenitud de su
desarrollo cuando Martínez Tornel compone su hermoso romance titulado El
busano de la sea, composición la más inspirada y fidelísima de cuantas se
han compuesto en lenguaje panocho. Tal romance, obtuvo el premio en un Certamen
literario; y aquel éxito merecido, sirvió le de estímulo a su autor para seguir
cultivando el habla huertana. Fuentes y Ponte y Díaz Cassou escribieron algunas
leyendas, recargando el empleo de voces vulgares, y Juan Antonio Soriano
compuso sainete con acusado gracejo. El mismo Díaz Cassou, hombre de gran
cultura y de radiante fantasía, coleccionó varios artículos con el epígrafe de Literatura
panocha y recogió, de boca del pueblo, cantares que, unidos a otros
compuestos por él, y presentados como si fueran populares, formaron el Cancionero,
editado primorosamente.
La
primera época del Entierro de la Sardina, marca en nuestra ciudad la iniciación
del panocho en la literatura murciana. El
ingenio picaresco de don Joaquín López; la gracia que derrocha cuando recita
sus bandos, logran el éxito que apetece, al cual contribuye Pedro Aceña con su
popularidad insuperable. Pero el romance panocho es Martínez Tornel quien lo
eleva. Gracias a su inspiración, a su fecundidad, el habla huertana surge en
los periódicos locales y asoma en las páginas del libro. A los romances
moriscos, tan inspirados como el de don Lope Gisbert, que hubo de titularse
«Hazaña de los cuarenta», aunque más conocido por «La Novia de Serón», suceden los
de Martínez Tornel, rebosantes de sentimiento y de gracia. Este poeta popular no
se circunscribe al habla de la huerta, y cala en el alma murciana, empleando para
ello el leguaje usual y corriente, con el que logra sus mayores triunfos.
Poco
a poco fue entibiándose el ardor panochista Martínez Tonel,
coleccionados sus «Romances populares murcianos», en 1880, entregase de lleno a
las tareas del periodismo. En sus Crónicas domingueras les ofrece, de
cuando en cuando, a sus lectores, romances compuestos a vuela pluma. Junto a
Martínez Tonel va perfilándose la figura de otro gran romancero: de Frutos
Baeza. No tiene la espontaneidad ni la soltura de su maestro; pero le aventaja
en corrección y si se me, permite la frase, le supera en picardía.
Frutos, como Tonel, ama a su tierra con delirio y se enorgullece de su
ascendencia huertana, cuyo lenguaje le enamora. Y entonces, impulsado por
Frutos y patrocinado por el prestigio de Martínez Tornel, aparece «El Panocho»,
en cuyas columnas de tal periodiquillo semanal—suplemento de «El Diario de
Murcia»—, brotan los primeros romances huertanos de Frutos Baeza; y cuando
dicha publicación desaparece, por cansancio de sus redactores o por falta de
protección del público, Frutos se erige, con justicia, en cancerbero del
lenguaje pretérito de la huerta, y escribe bandos y soflamas, y recita sus propias
composiciones, acompañado de Santiago Díaz, luciendo los clásicos zaragüelles, la
faja, el jubón y la montera, lo mismo que hubo de hacerlo el popularísimo don
Joaquín López, cuando estaba de moda «La causa forma al Emperaor de la
Morisma».
Frutos
se formó, literariamente, sin ayuda de nadie. Saltó de los bancos de la escuela
a los talleres tipográficos, y, gracias a su talento y a su laboriosidad, conquistó
un nombre envidiable entre los poetas y los prosistas murcianos. Pero ni Frutos
ni Martínez Tornel labraron el pedestal de su fama por medio de la literatura
panocha. Sus triunfos perdurables los consiguieron con sus romances inspiradísimos,
parlados en lenguaje corriente, sin contorsiones de vocablos y sin trabas
artificiosas. El alma murciana, que no radica exclusivamente en el léxico
panocho, sino en las tradiciones, en las costumbres y en los fastos o anales de
la Historia, ennoblecidos por sus creencias y aromados por la musa popular, vibró
en las plumas de aquellos hombres, que tanto enaltecieron el nombre de nuestra
tierra. Los bandos y las soflamas de Martínez Tornel y de Frutos, no pueden
parangonarse con otras producciones de su ingenio. ¿Citar nombres? No es
necesario. Dije siempre que los romances de ambos poetas son joyas que debieran
lucirse a menudo, para recreo y encanto de los lectores.
Volviendo
al habla vulgar, que sirve de tema a este trabajo, debo decir que, a medida que
los pobladores de la huerta fueron olvidándose de ciertos vocablos, los poetas,
en sus composiciones circunstanciales, cargaron la mano y subieron de punto el
vocabulario panocho. Frutos extremó la nota, con relación a su maestro, como
éste hubo de recargarla comparativamente con Ortega.
Nunca
se habló en la huerta como hablan hoy los panochistas. Son cosas distintas la
reciedumbre del vocablo y el dislocamiento de éste. Y es grotesco, además,
descomponer palabras de reciente implantación, cuando quieren vitalizarse formas
que cayeron en desuso. Los progresos científicos de que gozamos hoy, los
desconocieron nuestros antepasados.
¿Que
los Vocabularios regionales registran ciertas voces? Lógico es que las registren.
¡Como que muchas de ellas pasaron al Diccionario general, con el marchamo de
provinciales! Las que no pasaron nunca, serán aquellas improvisadas por ciertos
escritores, con arreglo a su capricho o a las exigencias de la rima.
Leamos
a Martínez Tornel en uno de sus romances huertanos. Se expresó así en La
Hilandera:
—«Zagala, vengo
prendao
del trato de aquel
francés;
mentres estuve en el
cuarto,
platicando yo con él,
se tomó de una reoma
cuatro juentes de café.
Como la hoja en el árbol,
eché a temblar con mi
aquel,
y me pondría, de
fijo,
más blanco que la
paré;
la saliva me se puso
más espesa que la
pez,
y una gota de sudor
me cayó en el
zaragüel,
no digo que como el puño
pero si como una nuez.
Así
hablaban los viejos huertanos que conocí hace medio siglo. ¡Cuán distinta la
elocución de este romance picaresco, de la que ahora emplean ciertos
cultivadores del habla huertana! Con sobrada razón dijo el gran periodista
murciano: «Hablar en panocho, o sea en estilo de la Huerta de Murcia, no es
decir un barbarismo con otro. Es dar a las frases el giro peculiar que dan en
la huerta; es usar sus palabras, que algunas de ellas son muy castizas, por más
que los que no conocen el castellano, las tienen por desnaturalizadas.»
Como
huyo siempre de la lisonja y acostumbro
a expresarme sin titubeos, dije y repito que no debe admitirse la modificación
fonética introducida recientemente en el lenguaje panocho, ni abusar de
improvisaciones que conducen, más que al enaltecimiento, al ridículo. El habla
tradicional de la huerta de Murcia no sirvió solo para hacer reír a la gente,
sino para otros menesteres más elevados, más sentimentales y más castizos. En
las Escenas murcianas de don Lope Gisbert y en la hermosa comedia de
Feliú y Codina, por citar obras de ingenios muy esclarecidos, los personajes no
despiertan solo la hilaridad, sino la admiración por sus acciones, dignas de aplauso.
Además, en tales obras, y en muchas que omito, el lenguaje no es artificioso; fluye
con naturalidad, con sencillez, cual corresponde a los asuntos o argumentos que
en ellas se desarrollan.
Partidario
de las costumbres populares, me interesé por la conservación de las tradiciones
murcianas; y creyendo que en el vocabulario, en el cancionero y en el refranero
radican el espíritu, el corazón y el pensamiento de mi raza, invertí años de
trabajo para formar las colecciones que atesoran la innominada labor del más
alto poeta que recibe el nombre de Pueblo.
Bien
está que, de tarde en tarde, se estire la cola por las calles de Murcia,
y que se luzca sobre las carretas el indumento huertano; pero sin que los
poetas que merezcan tal nombre, circunscriban su inspiración a los bandos y a
las soflamas, en los que suele adulterarse el lenguaje panocho... y el sentido
común de aquellos antiguos pobladores de la Huerta que deleitaron mi niñez con
la representación de sus juegos; con los aires de sus parrandas; con el
regocijo de sus romerías y con el melancólico y dulce canto de la Aurora, que
me despertó muchas veces cuando la cuadrilla entonaba las salves en mi
puerta…
Deben
emplearse vocablos, frases proverbiales y cantares murcianos; pero sin abusar
de su empleo; sin ridiculizar las costumbres del país en que hemos nacido. Escríbanse
artículos tan inspirados como «El Desperfollo», debido a la pluma de don Ramón
Baquero; o como cualquiera de aquellos «Dose murcianos ilustres», de Rodolfo
Caries; o composiciones tan hermosas como «La Guitarra murciana», de Ricardo
Gil; o novelas tan sentidas como «Luz», de don Lope Gisbert, luciendo las galas
del idioma y describiendo, con fidelidad, los tipos y paisajes de nuestro
terruño; que, como he dicho en repetidas ocasiones, no estriba el casticismo en
la pronunciación de vocablos solamente, sino en las descripciones fidelísimas
de las costumbres populares; en el relato de sus fiestas; en el comentario de
sus episodios; en las vibraciones de su espíritu, y hasta en la narración de
sus juegos, de sus consejas y de sus pregones...
El 18 de julio de
1936, fue declarada la guerra civil española, que tan malos recuerdos
históricos, sufrimos hasta el fallecimiento del dictador Francisco Franco
Bahamonde el 25 de noviembre de 1975.
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