domingo, 23 de septiembre de 2012

HABLA DE LA HUERTA O PANOCHO

SIN ÁNIMO DE OFENDER, PERO SI DE PUNTUALIZAR
El diario El Tiempo de fecha viernes 10 de abril de 1936, en su número 8.993, publicó un extraordinario, dedicado a las fiestas de abril. Que entre otras cosas publicadas en una de sus páginas, firmada por Alberto Sevilla, ofrecía este escrito, censurando a los falsos poetas en cuando a la redacción del Panocho, lo cual se ajusta a la actualidad  después de más de setenta y cinco años. Hoy el leer y escuchar algunos Bandos, causa peña el mal uso del habla de la huerta de la Huerta o el Panocho.
TEMA MURCIANO
EL LENGUAJE DE LA HUERTA
En cierta ocasión, al referirme a un libro de cuentos de autor murciano, dije que el habla vulgar, conocida con el nombre de panocho, traspasaba en nuestro tiempo los linderos de lo conveniente y ridiculizaba, más que enaltecía, el léxico huertano. Tal afirmación, escrita a la ligera, que es como suelo redactar muchos de los artículos que doy a las cajas, causó mal efecto en el ánimo de un buen amigo mío que ha dedicado su inspiración, con preferencia, a los temas locales. Aquella disconformidad de juicio me hizo pensar en la conveniencia de tratar con extensión el mismo tema, relacionado con otros trabajos que salieron a pública luz hace mucho tiempo: cuando Mis quehaceres no eran tan abrumadores y el fardo de las amarguras era menos pesado. Pero, un día por otro, y un mes por otro mes, fue corriendo el tiempo, sin que las ocupaciones perentorias me dejaran un rato disponible para realizar aquel propósito y solazarme por medio de la pluma. Hoy, con motivo de una vacación forzosa, y aliviado de condolimientos físicos, voy a emprender la tarea de tratar acerca del lenguaje panocho.
En la huerta de Murcia se emplearon siempre palabras que no se registraron en los Diccionarios oficiales, y, en mayor número, otras pronunciadas defectuosamente. Partidario el huertano de la contracción, hubo de suprimir sílabas y de alterar los participios, de igual modo que se alteraron en distintas regiones españolas, aumentando sus giros peculiares. El idioma suele modificarse con arreglo a la Geografía; y es una verdad para mí axiomática, que en el hombre influyen poderosamente, tanto en su forma verbal como en sus ideas y sentimientos, el medio en que vive la luz, el paisaje, la temperatura… El huertano de Murcia sustituye las consonantes a su capricho; trastrueca las sílabas para hacer más fuerte o más suave la palabra; y cuando la mimosidad del vocablo lo requiere, no se conforma con el diminutivo importado de Aragón por los pobladores que arribaron con don Jaime hace siete siglos, y crea otro más acentuado, más original, recargándolo con un sufijo extraordinario: chirriqutíquio, por ejemplo.
En el lenguaje huertanro abundan las voces castizas que cayeron en desuso y que no son peculiares de la región murciana, sino de toda la Nación: lo mismo de Castilla que de Extremadura. Vocablos tan enérgicos y tan rudos como Juerza, juera y sernos, no son exclusivos de nuestra tierra, sino de aso frecuente de distintas provincias.
Podemos afirmar qua en la literatura murciana no hicieron su aparición los vocablos panochos hasta mediar el siglo XIX. En las colecciones de periódicos repasados por mí hasta esa época, no denotan los articulistas del siglo XVIII y principios del siguiente, el influjo del léxico vulgar. Me refiero a los idiotismos, a las contracciones violentas, que no al uso de voces características de lugares, de plantas, de frutos y de utensilios propios del trabajo, empleadas debidamente.
Cuando me propuse acopiar los materiales necesarios para la publicación de tres tomos que comprendieran el Vocabulario, el Cancionero y el Refranero murciano, hube de leer las obras publicadas por los escritores nacidos en mi tierra desde el siglo XV hasta el presente. No significa tal aseveración que, todos los libros dados a la estampa, fueran leídos por mí, sino gran parte de ellos, y con especialidad los de autores más reputados, incluso las Ordenanzas del Campo y de la Huerta. Descontada tenía la pobreza de giros vulgares en los escritores afamados, y por ello extendí mis indagaciones o pesquisas a otro sector menos docto, y, por lo tanto, más cercano a lo vulgar, que para el indagador era lo interesante. Salvo algunas voces, donde puedo decir que hallé las primeras páginas impresas en lenguaje huertano, fue en un libro de Ortega, cura de la parroquia de San Miguel, de esta ciudad, titulado El Pastor de Marisparza. Figuraba tal libro entre los que conservaba mi padre. Por cierto que, el autor de mis días, criado entre huertanos, y muy conocedor de habla vulgar, solía decirme que era exagerado el lenguaje del Pastor.
El cargo que desempeñaba mi padre le imponía el trato continuo con la gente huertana. Puedo afirmar que asido de su mano, anduve por los caminos y senderos de la huerta, y en mi niñez a los más viejos pobladores del Valle. No me atengo, pues, a la lectura, sino a lo que escuché de boca de los ancianos, hace medio siglo: cuando Martínez Tornel y Díaz Cassou estaban en la plenitud de su popularidad y de su talento.
No fue murciano el primer escritor que, en el siglo XVIII, trató acerca de nuestro lenguaje, en lo que se relaciona con la crianza del Gusano de la seda, como tampoco lo fue don Javier Fuentes, quien trabajó en Murcia con una constancia benedictina, en pro de la Historia, de la Arqueología, de la Literatura y de las Bellas Artes. El primero de ambos publicistas gozó fama de matemático e intervino en cuestiones importantes que afectaron a la Huerta. Don Antonio de Elgueta y Vigil, de quien he podido admirar planos muy hermosos, registró en una de sus obras más de un centenar de palabras murcianas; y un siglo después, don Javier Fuentes aumentó el caudal, incluyendo vocablos que son originarios de otras regiones.
Las voces vernáculas podemos repetir que hacen su aparición en la prensa y en el libro, después de mediado el siglo XIX, y adquieren la plenitud de su desarrollo cuando Martínez Tornel compone su hermoso romance titulado El busano de la sea, composición la más inspirada y fidelísima de cuantas se han compuesto en lenguaje panocho. Tal romance, obtuvo el premio en un Certamen literario; y aquel éxito merecido, sirvió le de estímulo a su autor para seguir cultivando el habla huertana. Fuentes y Ponte y Díaz Cassou escribieron algunas leyendas, recargando el empleo de voces vulgares, y Juan Antonio Soriano compuso sainete con acusado gracejo. El mismo Díaz Cassou, hombre de gran cultura y de radiante fantasía, coleccionó varios artículos con el epígrafe de Literatura panocha y recogió, de boca del pueblo, cantares que, unidos a otros compuestos por él, y presentados como si fueran populares, formaron el Cancionero, editado primorosamente.
La primera época del Entierro de la Sardina, marca en nuestra ciudad la iniciación del panocho en la literatura murciana. El ingenio picaresco de don Joaquín López; la gracia que derrocha cuando recita sus bandos, logran el éxito que apetece, al cual contribuye Pedro Aceña con su popularidad insuperable. Pero el romance panocho es Martínez Tornel quien lo eleva. Gracias a su inspiración, a su fecundidad, el habla huertana surge en los periódicos locales y asoma en las páginas del libro. A los romances moriscos, tan inspirados como el de don Lope Gisbert, que hubo de titularse «Hazaña de los cuarenta», aunque más conocido por «La Novia de Serón», suceden los de Martínez Tornel, rebosantes de sentimiento y de gracia. Este poeta popular no se circunscribe al habla de la huerta, y cala en el alma murciana, empleando para ello el leguaje usual y corriente, con el que logra sus mayores triunfos.
Poco a poco fue entibiándose el ardor panochista Martínez Tonel, coleccionados sus «Romances populares murcianos», en 1880, entregase de lleno a las tareas del periodismo. En sus Crónicas domingueras les ofrece, de cuando en cuando, a sus lectores, romances compuestos a vuela pluma. Junto a Martínez Tonel va perfilándose la figura de otro gran romancero: de Frutos Baeza. No tiene la espontaneidad ni la soltura de su maestro; pero le aventaja en corrección y si se me, permite la frase, le supera en picardía. Frutos, como Tonel, ama a su tierra con delirio y se enorgullece de su ascendencia huertana, cuyo lenguaje le enamora. Y entonces, impulsado por Frutos y patrocinado por el prestigio de Martínez Tornel, aparece «El Panocho», en cuyas columnas de tal periodiquillo semanal—suplemento de «El Diario de Murcia»—, brotan los primeros romances huertanos de Frutos Baeza; y cuando dicha publicación desaparece, por cansancio de sus redactores o por falta de protección del público, Frutos se erige, con justicia, en cancerbero del lenguaje pretérito de la huerta, y escribe bandos y soflamas, y recita sus propias composiciones, acompañado de Santiago Díaz, luciendo los clásicos zaragüelles, la faja, el jubón y la montera, lo mismo que hubo de hacerlo el popularísimo don Joaquín López, cuando estaba de moda «La causa forma al Emperaor de la Morisma».
Frutos se formó, literariamente, sin ayuda de nadie. Saltó de los bancos de la escuela a los talleres tipográficos, y, gracias a su talento y a su laboriosidad, conquistó un nombre envidiable entre los poetas y los prosistas murcianos. Pero ni Frutos ni Martínez Tornel labraron el pedestal de su fama por medio de la literatura panocha. Sus triunfos perdurables los consiguieron con sus romances inspiradísimos, parlados en lenguaje corriente, sin contorsiones de vocablos y sin trabas artificiosas. El alma murciana, que no radica exclusivamente en el léxico panocho, sino en las tradiciones, en las costumbres y en los fastos o anales de la Historia, ennoblecidos por sus creencias y aromados por la musa popular, vibró en las plumas de aquellos hombres, que tanto enaltecieron el nombre de nuestra tierra. Los bandos y las soflamas de Martínez Tornel y de Frutos, no pueden parangonarse con otras producciones de su ingenio. ¿Citar nombres? No es necesario. Dije siempre que los romances de ambos poetas son joyas que debieran lucirse a menudo, para recreo y encanto de los lectores.
Volviendo al habla vulgar, que sirve de tema a este trabajo, debo decir que, a medida que los pobladores de la huerta fueron olvidándose de ciertos vocablos, los poetas, en sus composiciones circunstanciales, cargaron la mano y subieron de punto el vocabulario panocho. Frutos extremó la nota, con relación a su maestro, como éste hubo de recargarla comparativamente con Ortega.
Nunca se habló en la huerta como hablan hoy los panochistas. Son cosas distintas la reciedumbre del vocablo y el dislocamiento de éste. Y es grotesco, además, descomponer palabras de reciente implantación, cuando quieren vitalizarse formas que cayeron en desuso. Los progresos científicos de que gozamos hoy, los desconocieron nuestros antepasados.
¿Que los Vocabularios regionales registran ciertas voces? Lógico es que las registren. ¡Como que muchas de ellas pasaron al Diccionario general, con el marchamo de provinciales! Las que no pasaron nunca, serán aquellas improvisadas por ciertos escritores, con arreglo a su capricho o a las exigencias de la rima.
Leamos a Martínez Tornel en uno de sus romances huertanos. Se expresó así en La Hilandera:
—«Zagala, vengo prendao
del trato de aquel francés;
mentres estuve en el cuarto,
platicando yo con él,
se tomó de una reoma
cuatro juentes de café.
                                                                                 

Como la hoja en el árbol,
eché a temblar con mi aquel,
y me pondría, de fijo,
más blanco que la paré;
la saliva me se puso
más espesa que la pez,
y una gota de sudor
me cayó en el zaragüel,
no digo que como el puño
pero si como una nuez.
Así hablaban los viejos huertanos que conocí hace medio siglo. ¡Cuán distinta la elocución de este romance picaresco, de la que ahora emplean ciertos cultivadores del habla huertana! Con sobrada razón dijo el gran periodista murciano: «Hablar en panocho, o sea en estilo de la Huerta de Murcia, no es decir un barbarismo con otro. Es dar a las frases el giro peculiar que dan en la huerta; es usar sus palabras, que algunas de ellas son muy castizas, por más que los que no conocen el castellano, las tienen  por desnaturalizadas.»
Como huyo siempre de la lisonja y acostumbro a expresarme sin titubeos, dije y repito que no debe admitirse la modificación fonética introducida recientemente en el lenguaje panocho, ni abusar de improvisaciones que conducen, más que al enaltecimiento, al ridículo. El habla tradicional de la huerta de Murcia no sirvió solo para hacer reír a la gente, sino para otros menesteres más elevados, más sentimentales y más castizos. En las Escenas murcianas de don Lope Gisbert y en la hermosa comedia de Feliú y Codina, por citar obras de ingenios muy esclarecidos, los personajes no despiertan solo la hilaridad, sino la admiración por sus acciones, dignas de aplauso. Además, en tales obras, y en muchas que omito, el lenguaje no es artificioso; fluye con naturalidad, con sencillez, cual corresponde a los asuntos o argumentos que en ellas se desarrollan.
Partidario de las costumbres populares, me interesé por la conservación de las tradiciones murcianas; y creyendo que en el vocabulario, en el cancionero y en el refranero radican el espíritu, el corazón y el pensamiento de mi raza, invertí años de trabajo para formar las colecciones que atesoran la innominada labor del más alto poeta que recibe el nombre de Pueblo.
Bien está que, de tarde en tarde, se estire la cola por las calles de Murcia, y que se luzca sobre las carretas el indumento huertano; pero sin que los poetas que merezcan tal nombre, circunscriban su inspiración a los bandos y a las soflamas, en los que suele adulterarse el lenguaje panocho... y el sentido común de aquellos antiguos pobladores de la Huerta que deleitaron mi niñez con la representación de sus juegos; con los aires de sus parrandas; con el regocijo de sus romerías y con el melancólico y dulce canto de la Aurora, que me despertó muchas veces cuando la cuadrilla entonaba las salves en mi puerta…
Deben emplearse vocablos, frases proverbiales y cantares murcianos; pero sin abusar de su empleo; sin ridiculizar las costumbres del país en que hemos nacido. Escríbanse artículos tan inspirados como «El Desperfollo», debido a la pluma de don Ramón Baquero; o como cualquiera de aquellos «Dose murcianos ilustres», de Rodolfo Caries; o composiciones tan hermosas como «La Guitarra murciana», de Ricardo Gil; o novelas tan sentidas como «Luz», de don Lope Gisbert, luciendo las galas del idioma y describiendo, con fidelidad, los tipos y paisajes de nuestro terruño; que, como he dicho en repetidas ocasiones, no estriba el casticismo en la pronunciación de vocablos solamente, sino en las descripciones fidelísimas de las costumbres populares; en el relato de sus fiestas; en el comentario de sus episodios; en las vibraciones de su espíritu, y hasta en la narración de sus juegos, de sus consejas y de sus pregones...

El 18 de julio de 1936, fue declarada la guerra civil española, que tan malos recuerdos históricos, sufrimos hasta el fallecimiento del dictador Francisco Franco Bahamonde el 25 de noviembre de 1975.

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